Una tarde, hace un par de años o quizá más, mientras caminaba con mi esposa por una calle en Cajamarca me pareció oír un llanto infantil a lo lejos, hacia delante. Se lo comenté a mi esposa y me confirmó que oía el llanto, seguimos caminando hasta ver a un pequeño niño, debía tener más o menos 6 años de edad. Sentado en la vereda húmeda por la lluvia que terminó hace una media hora o algo así; a su lado sobre el suelo una caja de cartón que contiene unos pocos caramelos de distintos colores. El pequeño rostro realmente provoca lástima, el llanto es fuerte, intenso y las lágrimas corren a raudales por las mejillas, no se ve cerca a ninguna persona que pudiera estar cuidándolo o dispuesta a auxiliarlo. Nos acercamos y le preguntamos la razón de su llanto, al comienzo no contesta, mi esposa lo toma de la mano y le acaricia la cabeza, le dirige palabras de consuelo, la escena se prolonga algunos minutos que parecen largos, realmente conmueve, algunas otras personas se acercan y se suman a los intentos de saber la razón de su tristeza. Hasta que finalmente habla, entre cortadamente, sorbiendo las lágrimas entre las palabras nada claras que salen en pequeños borbotones, por fin logramos entender: sus padres lo han mandado a vender caramelos con la caja que está a su costado casi vacía, tiene que regresar a casa con el dinero pero se lo han robado y no puede volver así porque será duramente castigado. Nos miramos todos los presentes, es verdad, aquí en Cajamarca los padres suelen hacer eso, no importa la edad de los niños, ellos deben contribuir con la economía del hogar. Casi siempre se trata de una madre sola que no puede más con el sostenimiento de los hijos y así estos deben traer la miserable ganancia para financiar un miserable almuerzo; del padre no se sabe nada o es un alcohólico que al retorno arrancará el dinero de manos del niño para consumirlo de inmediato en licor barato y al día siguiente continuará el drama.En cualquiera de los dos casos el niño será castigado y por eso, a pesar del frío que se va asentando conforme la oscuridad comienza y sin llevar más abrigo que un mugroso remedo de chompa a todas luces demasiado grande para él y lleno de huecos e hilachas que difícilmente alguien podría pensar que combate el frío, el niño se niega a ir a casa. No puede dar razón de quiénes son sus padres, no informa dónde vive ni con quién, es imposible saber algo. Llenos de conmiseración le preguntamos cuánto es el importe de lo perdido – seis soles- informa aumentando el volumen de su voz y su llanto. Rápidamente se hace una colecta y se reúne algo como ocho nuevos soles y algunos céntimos y una buena señora, entusiasmada por la obra de caridad que todos estamos realizando, se los entrega al niño que cierra los pequeños dedos sobre las monedas –gracias- se oye apenas mientras con el dorso de su mano bien cerrada se limpia las lágrimas mezcladas con moco, mira esquivamente a los circunstantes que comienzan a irse de uno en uno comentando el suceso. Entonces vemos al niño recoger su cajita, sus mejillas aún están húmedas pero sus ojos tienen otra expresión, traviesos diría yo, está más tranquilo, aún gime un poco pero se le ve alegre, confiado, feliz. Lo vemos marcharse, ha puesto las monedas en una bolsita de plástico y las ha metido en el bolsillo del raído y no menos mugroso pantalón. Camina con pasos cortos y rápidos como ansioso de llegar a algún sitio, su casa, desde luego. He olvidado el asunto un tiempo hasta que, unos meses después, caminando por la calle, ahora solo, escucho un llanto casi conocido, mi memoria asociativa me trae el recuerdo de la escena de antes y me inquieto un poco. Camino más rápido, llego al lugar de donde me llega la llorosa voz… su vestido es distinto, igual de mugroso tal vez, igual de raído ciertamente, el rostro es el mismo definitivamente, el llanto el mismo verdaderamente. La caja no es la misma, la escasez de caramelos es la misma. La pareja que se le acerca para consolarlo e iniciar el interrogatorio en busca de la razón del llanto, no es la misma, yo no soy el mismo; la calle tampoco es la misma, pero la escena es la misma yo miro. El niño llora, el niño explica con voz entrecortada, tiene que volver a casa con el dinero y no lo tiene, lo castigarán. La pena es la misma, la reacción igual, se junta el dinero y el niño se aleja con pasos menudos y ligeros. Mi corazón no es el mismo, alberga un fuerte sentimiento de haber sido estafado. LUIS JÄEGER FERNÁNDEZ. |
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